Nuestras finanzas públicas ya requerían un ajuste antes de la epidemia. Se gastaba más de lo que se recaudaba, generando un déficit cada vez mayor. Entonces se proponía incrementar los ingresos ampliando la base tributaria. Ahora la situación es peor por la epidemia. El gasto fiscal será significativamente mayor en salud, educación y subsidios a poblaciones vulnerables. Además, hay que pagar la mayor deuda pública que se ha contraído, hay que reestablecer las reservas fiscales consumidas y el Estado deberá incrementar la inversión pública para relanzar la economía. Simultáneamente se va a recaudar menos porque los contribuyentes están sufriendo menos ingresos. Si vamos a gastar mucho más y vamos a recaudar mucho menos estamos en un problema.
En efecto: ¿cómo cobrar más impuestos en medio de una recesión, justo cuando se tiene apenas para sobrevivir? Pareciera razonable que, mientras no haya reactivación, se tendría que seguir financiando el gasto con deuda, aprovechando que las tasas están bajas. Pero no tenemos mucho techo. Antes de la epidemia la recaudación era del 15% del PBI, la deuda andaba por el 30% y podría crecer hasta el 45%. Imagine usted deber tres años de sueldo. Esa será la magnitud de la deuda pública. Nos llevará años pagarla, en cuotas nada cómodas. Así que de deuda sólo podremos vivir muy poco tiempo más.
Agotado este breve tiempo, será inevitable aplicar todo aquello que genere mayor recaudación. Muy probablemente se incrementarán las tasas de los impuestos (Renta e IGV), se ajustarán los valores para calcular impuestos (Predial) y se eliminarán exoneraciones y beneficios fiscales. Ese mayor impacto tendrá que ser equilibrado para que no afecte la reactivación ni la mayor inversión privada que sustituirá a la inversión pública cuando se acaben los recursos fiscales. En justicia, debieran eliminarse aquellos adelantos que generan créditos fiscales, como el ITAN, algunas operaciones en el IGV; y, sin duda, esa perversa costumbre de recaudar a base de multas forzadas. En medio de todo, dos extremos: el impuesto a los ricos y a los informales.
La riqueza usualmente se genera en rentas gravadas. Convertida en patrimonio, se grava las rentas que produce. Por tanto, gravarlo por el solo hecho de ser patrimonio es financieramente una doble imposición y ya nos metemos en líos sobre su costitucionalidad. En rigor, el patrimonio que debe ser gravado es el del evasor, aquel que no lo puede justificar. Sin embargo, el impuesto a la herencia llegará tarde o temprano. De momento existe una modalidad, que grava no la herencia misma sino cuando se vende. En el otro extremo, el 75% de los trabajadores son informales y la pobreza ha trepado al 35%. Se evalúa que una parte del IGV sean las contribuciones de los informales para pensiones y salud. Pero eso exigirá una digitalización de todos los mercados para que, mediante boletas electrónicas, se puedan identificar los aportes individuales. No obstante, todos sabemos que allí no está la plata que falta. Los que deben aportar son los negocios informales. Sabemos quiénes son y dónde están. Hace falta coraje para cobrarles. Estos y otros temas debieran formar parte de un acuerdo político nacional. Las próximas elecciones definirán el futuro financiero del país y debiéramos elegir bien para que ese acuerdo se ejecute. De nosotros depende.
Artículo originalmente publicado en el Semanario de CAPECHI.
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